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Jesús a Pedro: ¡Cambiaremos el mundo!

Martes 02 de septiembre de 2014

En el Mar del Galilea, Jesus le dice a Pedro

- Quiero que vengas conmigo y seas pescador de hombres.

- ¿Pero qué es lo que vamos a hacer? replicó Pedro.

- ¡Cambiaremos el mundo!



Nunca las palabras habían tenido tanta fuerza en la transformación social de aquella época, llegando su influencia hasta nuestros días. Evidentemente lo cambiaron todo.

Nos preguntamos sin embargo, si hoy que estamos “presos” del determinismo tecnológico que todo lo condiciona, la palabra sigue teniendo el mismo o más valor que hace 2.000 años. Se da la paradoja que cuánto más tecnología disponemos a nuestro servicio, más aislados estamos como personas, porque dependemos de ella en exceso y perdemos el contacto humano. Claro, que esto no significa que se pierda el poder de la palabra. Ésta seguirá ejerciendo su influencia y determinando el curso de la historia. La tecnología puede acelerarla, pero es la fuerza de las palabras la que determina las acciones de los hombres.

Están los que sostienen que estamos condenados a convivir en un mundo de un tremendo adelanto tecnológico en el cual todo nos viene hecho, caso de cuántos programas y aplicaciones disponemos, que nos hacen la vida más fácil. Pero esta tecnología aún no puede vertebrar una idea, un pensamiento inteligente que solamente se emitirá por el mecanismo de la palabra, o sea la inteligencia que el hombre va materializando trozo a trozo, a través de las palabras, frases, reflexiones y pensamientos.

El ejemplo de ello lo tenemos en la política y los líderes políticos internacionales, que en las últimas semanas hemos presenciado como otras tantas veces, la barbarie del hombre que dispone de artilugios tecnológicos asesinos como misiles y cohetes, pero que basta la conciliación a través de las palabras que expresen la voluntad de diálogo y suspensión de la violencia para que cese la fuerza destructora de la tecnología al servicio de la guerra.

A veces llegan como treguas efímeras, pero se diluyen y continúa la persistencia en las mismas posiciones sostenidas previamente al alto el fuego, porque cada uno vuelve a defender aquellos intereses que los enfrentaron. Con suerte, de cuando en cuando, surge una voz de algún líder que con su palabra suspende o al menos, llama a las partes a la reflexión visto la tremenda e inaceptable pérdida de vidas humanas que la defensa de posiciones encontradas provoca.

Cuando en las primarias del partido demócrata de Estados Unidos, en que es finalmente vencedor y nombrado candidato a la presidencia Barack Obama, una frase con tres palabras, “yes we can” fue no solamente el eslogan de toda su campaña, sino que definitivamente se convirtió en el mensaje que principalmente la gran clase media americana “compró” porque sabía que su país necesitaba de un cambio, después de tantas acusaciones de abusos de poder en el plano internacional del cual fue acreedor el presidente George Bush.  

La gente creyó en sus palabras porque abrían un nuevo horizonte que venía postergando a la clase media en los últimos años.

Cuando pensamos en la desintegración de la ex Unión Soviética, siempre se le atribuye la responsabilidad de su caída a cuatro personajes históricos: el Papa Juan Pablo II, Lech Valesa, Margaret Thacher y Ronald Reagan. Pero se olvida en el análisis, el poder de la palabra de los disidentes soviéticos que fue el detonante más virulento en contra del régimen, siendo su máximo exponente Alexander Solzhenistsyn y la tremenda denuncia que hace, primero en la clandestinidad con su laureada obra “Archipiélago Gulag” y posteriormente al ser expulsado de la Unión Soviética, desde el exilio, siendo el más importante testigo de la violación sistemática de los derechos humanos del régimen estalinista. Para muchos analistas, fue Solzhenistsyn el que abriera la vía de agua más seria en la ya “condenada a muerte” URSS.

Si hay un testigo de los tiempos en cuanto al poder de la palabra, es el teatro. Porque como diría Shakespeare, “en el escenario de la vida todos somos actores”, siendo la palabra la que se convierte en un auténtico diseño arquitectónico de la sociedad de cada época, reflejada en los odios, amores, traiciones, lealtades, hábitos, preocupaciones, dilemas morales, etc.

Y otra de las paradojas de la sociedad actual, es que llevamos al menos tres décadas vaticinando que el teatro “está muerto”, pero siempre hay autores que sobreviven a aquella predestinación de los críticos y llevan al escenario pinceladas de la vida, que sólo se basan en el poder de los argumentos, historias y por supuesto, las palabras. El cine tiene poco más de cien años…el teatro desde que el hombre entra a ser protagonista de la historia.

Thomas Jefferson afirmaba que no “hay nada más inalienable e impostergable que el sagrado valor de la justicia”. Considerado el autor intelectual de la Constitución de los Estados Unidos y uno de los Padres Fundadores, Jefferson creía que “el día que no haya justicia para cada uno de nosotros…será entonces el día en que no habrá justicia para nadie”. Sostenía que sólo el valor de la palabra sustentada en los principios de equidad y justicia, tenía la fuerza de los ejércitos.

Mi objetivo de hoy es que junto a mis lectores a los que estoy agradecido por tanto seguimiento, reflexionemos sobre la necesaria y urgente utilización, así como defensa de la palabra como patrimonio que nos caracteriza como especie. Ninguna otra puede hacerlo.

Pero debemos cuidar que no desaparezca, alimentarla y especialmente enseñar a las nuevas generaciones, que nuestra civilización está estructurada en base a la palabra (leyes, tratados, etc.). Que ni las balas ni la tecnología pueden reemplazar la palabra ni el sentido de sus contenidos.

Lamento que tantas palabras sean dichas día tras día, especialmente por la clase política, tanto a nivel local como internacional, vacías de contenido, carentes de orientación clara en cuanto a que se han apartado de su verdadero significado. Cuando se distorsiona el valor ontológico de una palabra o una expresión, no es un problema semántico, sino de contenidos (semiótico). Y es esta “degeneración” en el uso y abuso de algunos vocablos, especialmente en los medios audiovisuales y a veces con fines no muy santos, cuando el valor de la palabra claudica frente al poder de la tecnología o la masificación de los conceptos, quitándoles relevancia a los que la tienen y dándole preponderancia a los que, como diría Jacques Maritain en “El orden de los conceptos”, jamás la hubiesen tenido.

 

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