Empresas como Google, Facebook, Apple, Microsoft o IBM están invirtiendo centenares de millones de dólares en investigar la Inteligencia Artificial, la última barrera del mundo tecnológico.
En enero Mark Zuckerberg anunció que uno de sus objetivos para 2016 sería desarrollar un sistema de Inteligencia Artificial que le ayudase en su trabajo y a controlar su casa. A muchos llamó la atención su atrevimiento, pero detrás de ese deseo no sólo está su propia compañía, con centros especializados en esta rama en California, Nueva York o París, sino rivales como Google, IBM, Apple o Microsoft.
Los gigantes de Internet apuntan a esta tecnología como el futuro de sus negocios, y ninguno de ellos quiere quedarse rezagado, algo que ha beneficiado a start-ups especializadas en el sector que han sido adquiridas en los últimos años por estas compañías: DeepMind (adquirida por Google en 2014 tras pagar 400 millones de dólares), Emotient (comprada por Apple el mes pasado), SwiftKey (el teclado inteligente para móviles que ha comprado Microsoft por 250 millones de dólares) o Merge Healthcare, AlchemyAPI y una serie de activos de The Weather Company adquiridos por IBM para alimentar Watson, su gran proyecto de Inteligencia Artificial.
Fuera de Internet, compañías como Toyota (ha anunciado una inversión de 1.000 millones de dólares) o Tesla (el fabricante de vehículos ecológicos creado por Elon Musk) también están invirtiendo e investigando en este campo.
Pero, ¿qué es exactamente la Inteligencia Artificial y para qué sirve? Se trata de un compendio de técnicas basadas en diversas ciencias (desde la informática hasta la lógica o la filosofía) que busca crear algoritmos capaces de ejecutar acciones por sí mismos. De este modo, la máquina controlada por dicho algoritmo sería capaz de tomar sus propias decisiones según el caso concreto planteado, como hacemos los seres humanos. Hay diferentes tipos de Inteligencia Artificial, desde sistemas que piensan como humanos hasta sistemas que actúan de manera racional. Cada uno de ellos implica un grado de complejidad y un nivel de “inteligencia” o, en este caso, autonomía, aunque el objetivo es que algún día estos sistemas puedan aprender de sus propias experiencias y tomar sus propias decisiones sobre la marcha, ya que hasta el momento casi todas las actividades que son capaces de hacer están prediseñadas por un humano.
Existen múltiples campos en los que la Inteligencia Artificial podría ayudar al ser humano, desde la Medicina hasta el transporte, la industria e incluso la guerra. Y en cierto modo, llevamos muchos años utilizando aparatos con cierto grado de Inteligencia Artificial (desde traducir un texto en Google Translate dejando que el sistema reconozca automáticamente el idioma hasta dejar que nuestro navegador GPS sea capaz de recalcular una ruta cuando nos hemos perdido).
Algunos de los casos más asombrosos hasta la fecha se han producido cuando máquinas u ordenadores han sido capaces de ganar a determinados juegos a una persona. Es el caso de la victoria del ordenador Deep Blue al campeón del mundo de ajedrez Gary Kasparov en 1997. O el caso, más reciente, de AlphaGo, una máquina ideada por Google que ha conseguido ganar por primera vez en la Historia a un humano en el juego Go, considerado imposible hasta la fecha para un ordenador.
El futuro presenta un escenario apasionante para la Inteligencia Artificial no sólo por las múltiples aplicaciones que permitiría, sino porque en algún momento cualquier persona será capaz de crear sus propios sistemas. De este modo, se podrá progresar en este campo como se ha hecho con todo lo relacionado con Internet hasta el momento, al no existir barreras de entrada para crear algo nuevo y grande.
El único interrogante viene del lado de la ética: si la Inteligencia Artificial tiene como objetivo imitar el cerebro humano y su funcionamiento, ¿qué pasa con los sentimientos? Hasta ahora las investigaciones se están centrando en el aspecto racional, dejando a un lado el emocional. Pero algunos expertos sugieren que estas máquinas deberían estar dotadas con un componente emocional que permitiese evitar errores fatales no sólo para los humanos, sino para las propias máquinas.